Nicaragua (tercera y última parte)

Nicaragua (tercera y última parte)

La retórica de la muerte a flor de piel, la “secuencia morir—matar—morir”, como la llamó Carlos Monsiváis en su crítica a la izquierda revolucionaria latinoamericana. Me parece ahora difícil de creer lo mucho que nos habíamos acostumbrado a desgranar como propio el discurso de la legítima violencia: matar para engendrar vida.

Fidel Castro y Daniel Ortega. Imagen vía: arqueohistoria.com 

Fidel Castro y Daniel Ortega. Imagen vía: arqueohistoria.com 

En aquellos años de iniciación política alrededor de la revolución sandinista y la solidaridad, el relato biográfico del comandante Omar Cabezas, La montaña es algo más que una inmensa estepa verde, apareció como una lectura obligada y una fuente poderosa de inspiración militante.

El libro había ganado en 1982 el premio Casa de las Américas de los cubanos en la rama de Testimonio, y a México llegó vía una edición austera y atractiva de la editorial Siglo XXI en 1984. Tejido como una narración oral para la que Omar Cabezas encontró una grabadora como su amanuense, se trataba de un recuento de sacrificios, hazañas y epopeyas guerrilleras del sandinismo en un tiempo donde aún creíamos en la vía armada como la respuesta necesaria a las demandas de justicia y cambio radical en nuestros países latinoamericanos.

Julio Cortázar apreciaba aquel volumen, escrito con no poco humor y mucha menos ampulosidad que los diarios del Che Guervara. Fernando del Paso también simpatizó con la obra y en 1983 publicó en la revista Proceso una entrevista con Omar Cabezas, entonces un joven de poco más de 30 años, realizada en La Habana.

“¿Mataste a alguien o a muchos?” Le preguntó Del Paso en aquella entrevista. “Sí, a bastantes —le respondió Cabezas—para engendrar vida. Durante la guerra, además, ajusticié a algunos. Uno que había dado muerte a 40 campesinos, otro que había quemado niños (…) Yo mataba por una necesidad de liberación”.

La retórica de la muerte a flor de piel, la “secuencia morir—matar—morir”, como la llamó Monsiváis en su crítica a la izquierda revolucionaria latinoamericana. Me parece ahora difícil de creer lo mucho que nos habíamos acostumbrado a desgranar como propio el discurso de la legítima violencia: matar para engendrar vida.

Treinta años después aún recuerdo pasajes impresionantes del relato, como aquel en el que Cabezas cuenta a la grabadora cuando debió avanzar en cuclillas toda una noche, retirando del suelo con el mayor de los sigilos cada hoja seca y cada pequeña rama que se atravesaba en el camino antes de dar cada paso, con el propósito de no hacer el menor ruido y no delatarse ante la tropa enemiga a la que habrían de atacar al amanecer. O bien aquel otro en el que describe cómo en el hambre y la desesperación debieron ­cazar, cocinar y devorar a un mono en medio de la selva. ­Lloraban mientras se lo comían.

El libro pasó de mano en mano con la fuerza y la influencia de una revelación. Una verdadera lectura de culto. Su autor detentaba por lo tanto una admiración y una autoridad moral e intelectual sobre mis contemporáneos y mis colegas de la causa sandinista casi conmovedora. Omar Cabezas nos parecía una suerte de Che Guevara centroamericano. No tan teórico, ni tan místico, ni tan mesiánico, y menos guapo, pero no menos efectivo en su manera de dibujar lo que nos parecía el ideal del “hombre nuevo”.

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Omar Cabezas afirma en su libro: “Empieza a nacer el nuevo hombre que se va apropiando de una serie de valores, los va encontrando y los va cuidando y los va mimando, los va cultivando en su interior, por que uno siempre cultiva esa ternura en la montaña” (p. 107).

Ocurre que la manera en que el Comandante Omar Cabezas entendía las necesidades y la “ternura” propias del hombre nuevo, impactó directamente en mi gradual desencanto, primero, y mi total rompimiento, después, con la revolución sandinista a la que él representaba.

Debió ser en algún momento de 1986 cuando Omar Cabezas realizó una visita de trabajo a México en su calidad de funcionario del Ministerio del interior del gobierno Sandinista. A algunos de los chicos que formábamos parte de la Comisión Juvenil del Comité Manos Fuera de Nicaragua, que ya mencioné en la entrega anterior, se nos pidió apoyar al comandante de distintas maneras durante su visita. A todos nos parecía un honor poderle ayudar en lo que fuera y el sólo hecho de conocerlo en persona detonaba nuestro más primario entusiasmo.

A decir verdad, a mí no me entusiasmaba menos conocerle que el hecho de que para la tarea encomendada —que consistió en acompañarlo a una reunión con el departamento internacional del PSUM, en la Colonia Roma— me habría de acompañar a su vez la compañera de mi edad —18 años, 19 tal vez—por la que yo sentía un silenciosa, muda, virginal y adolescente atracción. Ella encarnaba mis fantasías juveniles con la misma intensidad con la que el comandante Cabezas encabezaba mis fantasías revolucionarias.

Recuerdo que era un día entre semana y al día siguiente tenía clases. La misión terminó cuando alrededor de las ocho de la noche regresamos en taxi a su hotel en la calle de Hamburgo de la Zona Rosa. Por alguna razón el transporte que debía proveerle la embajada de Nicaragua se había cancelado. De modo que llegamos los tres al lobby del hotel y ahí el camarada Cabezas muy amablemente nos invitó una cerveza.

No pasó mucho tiempo antes de darme cuenta que el comandante no le quitaba la vista de encima a mi compañera, y que era a ella a quien dirigía la conversación y sus mejores afanes por ser simpático y encantador. Apuró la cerveza y pasó a lo propio: le ofreció a la chica subir a su habitación, donde le prometió enseñarle unas fotos y unos libros. No era necesaria mayor justificación. La estaba seduciendo y yo estorbaba en la escena.

Me di cuenta entonces que ella también le coqueteaba, y que la referencia a las fotos y a los libros y a continuar la conversación —sin mí, claro—en la habitación del hotel, era un eufemismo de manual. Se pusieron de pie, se despidieron de mí, y los vi enfilarse con rumbo al elevador: el hombre nuevo y la joven revolucionaria.

De regreso a casa, a bordo de un camión Ruta 100 que atravesó la ciudad rumbo al sur por espacio de una hora o más, no acaba de acomodar mis emociones. Definitivamente me afectaba menos saber que al comandante el tema de la ternura se le daba con ahínco, que el hecho de saber que la depositaria de toda su ternura revolucionaria de esa noche sería la chica de la que yo estaba prendido. Había naturalmente una forma del abuso en aquella situación: el poderoso que seduce.

Tiempo después, tras el regreso de los sandinistas al poder, Omar Cabezas ocupó por más de 15 años la Comisión de Derechos Humanos de Nicaragua. Un dato por demás sintomático del nivel del deterioro de aquella revolución y de aquellos relatos de montañas formadoras de hombres nuevos y amaneceres con ríos de leche y miel.

Sigue a Edgardo Bermejo en Twitter: @edgardobermejo

*Columna publicada originalmente en el diario La Crónica. 

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