Nicaragua (segunda parte)
En 1985, cinco años después del triunfo sandinista, en la frontera con Honduras los ataques de los grupos paramilitares entrenados y financiados por Estados Unidos vivían uno de sus momentos más cruentos. Los contrarrevolucionarios tenían una capacidad de artillería muy poderosa y sin embargo no lograban cruzar la frontera de Nicaragua a la que se habían movilizado miles de jóvenes combatientes del ejército Sandinista, en uno de los últimos episodios bélicos de la Guerra Fría. Alguna incursiones de los contras lograban penetrar varios kilómetros en suelo nicaragüense, pero pronto debían replegarse ante el contrataque del ejército sandinista, a su vez entrenado por los cubanos y con armamento soviético a su disposición.
La precaria economía agrícola de Nicaragua tenía en las plantaciones de algodón y de café una de sus pocas fuentes de ingresos de divisas extranjeras, y para ayudar en la cosecha de ambos productos se organizaron decenas de brigadas internacionales, en su mayor parte europeas, con el propósito de sustituir a los campesinos y a los jóvenes nicaragüenses movilizados por la guerra.
Una de aquellas brigadas, en este caso para el corte del algodón, en una hacienda de la provincia de Chinandega, se organizó desde México bajo los auspicios del Comité Manos Fuera de Nicaragua (Mafuenic), una organización ciudadana que retomaba su nombre del Comité original, formado a finales de los años veinte por un grupo de comunistas mexicanos, para respaldar al ejército de Augusto César Sandino, en su lucha contra la ocupación militar de los Estados Unidos.
La conformaron un grupo de jóvenes de diversas organizaciones políticas de la izquierda mexicana de entonces. El PSUM, el PPS, la Corriente Socialista, y la Unidad de Izquierda Comunista. Le llamamos Brigada Juvenil Benito Juárez, y formé parte ella. Tenía entonces 17 años de edad, yo era el único representante del Mafuenic en aquel grupo.
Organizamos conciertos, bazares y rifas para reunir el dinero del viaje. Lo que no logré reunir lo cubrieron, temerosos pero solidarios, mis padres. Tuve también que obtener un permiso especial de la Secretaria de la Defensa Nacional para salir del país, toda vez que a los 17 años, y a pesar de haber sido exento por sorteo del servicio militar obligatorio, era requisito contar con aquel papel anexado a mi precartilla al llegar al mostrador del aeropuerto.
Cuando aterrizamos en Managua, una mañana con sol a plomo del mes de mayo, nos trasladaron enseguida en una vieja furgoneta hasta aquella hacienda algodonera recién expropiada, cerca del poblado de El Viejo, a unas cuatro horas por tierra desde la capital.
Hicimos el recorrido sin parpadear, por una carretera estrecha y en mal estado, con la sorpresa y el júbilo febril de sabernos en territorio liberado. Banderas rojinegras sandinistas por todos lados. Puestos de naranjas, de cañas y de café a la orilla de una carreta salpicada de baches y largos trechos sin asfalto. Niños rumbo a la escuela con la pañoleta roja atada al cuello, carromatos militares copados con jóvenes en uniforme verde olivo que eran trasladados a la línea de combate. Murales y pintadas con consignas revolucionarias que repetían aquella frase acuñada en la Guerra Civil Española de la que nos sentíamos herederos: ¡No pasarán!
El comisario de la hacienda, un mulato enorme de uniforme militar y fusil al hombro, ya nos estaba esperando. Nos dio la bienvenida y las instrucciones para las próxima semanas de trabajo.
Un amplio jacal de madera y techo de lámina de asbesto, que poco antes fue la oficina administrativa de la hacienda expropiada, sirvió de dormitorio para los brigadistas. Ahí se improvisaron literas muy rústicas que sustituían a los colchones con un atado de mecates cruzando a cada extremo de la estructura de madera, que picaban y raspaban como lija cuando había que dormir sobre ellos con el único confort de la bolsa de dormir que cada uno de nosotros llevaba desde México.
Nadie nos advirtió de las ratas, y por eso la primera noche nos dio igual dormir en la parte baja o alta de las literas. Ocurre que quienes elegimos dormir en la parte alta, con la cara ya muy cerca de techo, reconocimos muy pronto el chillido de las ratas y sus patitas inquietas corriendo casi encima de nosotros. Ratas de campo enormes, negras, bien alimentadas, que había que espantar con ruido y con la luz de una linterna si a alguien se le ocurría salir por la noche a la letrina para descargar. A partir de esa noche la rifa para saber quien ocuparía la parte alta de las literas se convirtió en una disputa constante.
Comenzó entonces nuestra rutina campesina. A las 5:00 de la mañana, antes del amanecer, el comisario nos despertaba y todos juntos —brigadistas, mujeres, algunos ancianos y unos cuantos hombres— trepábamos a una suerte de jaula atada a un tractor que nos llevada 3 o 4 kilómetros hasta el lugar elegido para la pizca del algodón. Desayunábamos de pie un café y yucas fritas, a veces algo de pan.
Había que llevar botas, pantalones vaqueros y camisa de manga larga para soportar mejor los arañazos en los corredores estrechos de la plantación de algodón saturada de espinas. Las manos era imposible ponerlas a resguardo y al final de la jornada terminaban todas rayadas y adoloridas. Había que sujetarse un costal al cinto e irlo llenando poco a poco con los brotes de algodón hasta llenar y retacar con el auxilio de las botas cada saco de algodón, regresar al punto de arranque para pesarlo y entregarlo. Las mejores horas eran muy temprano por la mañana, ya con el sol encima la tarea era aún más pesada y asfixiante. De un lado el saco que se iba llenando, del otro una cantimplora que se iba vaciando y había que rellenar al momento de regresar con la carga.
Parábamos un hora al mediodía para almorzar un solo plato de arroz con frijoles, y a veces algo de carne, un huevo duro o papas cocidas, y de vuelta a la pizca hasta entrada la tarde. De regreso a la hacienda nos bañábamos por turnos a la orilla de un pozo, cenábamos algo muy parecido al almuerzo, y destinábamos las últimas horas con luz para alfabetizar a un grupo de señoras de la hacienda. Y así día tras día por espacio de varias semanas.
Una parte del grupo, que venían de Sinaloa y eran más radicales que el resto, contravino las reglas que pactamos desde México, aceptaron la invitación de los milicianos que cuidaban la hacienda para recibir prácticas de tiro algunas tardes al final de la jornada. Esto provocó tensiones y hubo que reportar la falta con los directivos de la Juventud Sandinista en Managua a cargo de nuestra estancia. Yo mismo fui en caballo de la Hacienda a El Viejo para mandar la información en la única vez en la vida que he usado un telegrama y que he montado para transportarme. Fuera de aquel incidente el resto de la convivencia transcurrió sin mayores tribulaciones.
A mediados de julio, poco antes de terminar nuestra encomienda, nos llevaron a Managua para asistir a la conmemoración del sexto aniversario de la Revolución en la plaza principal de la ciudad. Decenas de miles acudieron a la celebración. La ciudad seguía en ruinas, aún quedaban en pie edificios inservibles desde el terremoto del 72. Las ruinas de un lado, la esperanza de la reconstrucción del otro.
Ahí, muy lejos de mí, escuché atento el discurso del orador principal: el presidente Daniel Ortega. A su lado Sergio Ramírez, Ernesto Cardenal, y los comandantes sandinistas. Aquí detengo el relato. La conclusión es por demás previsible: 33 años después de aquel momento Daniel Ortega representa todo aquello contra lo que luchó. Todo el desencanto de mi juventud apenas cabe en estas líneas.
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*Columna publicada originalmente en el diario La Crónica