El Faro: más que un cuento de fantasmas, una exploración de la soledad masculina
“¡Oíd! ¡Oíd Tritón! ¡Oíd! Debajo, en el fondo, comanda a nuestro padre, el Rey Mar, emerger de las profundidades, lleno de la inmundicia de su furia, con olas negras abarrotadas de espuma salada ¡para sofocar esta boca joven con fango agrio!”
Thomas Wake, The Lighthouse
Cuando la opera prima del director norteamericano Robert Eggers, The Witch, arribó a las salas de cine en 2016, tras un año de continua expectativa y aclamación por su paso en festivales, la crítica reconoció la visión apasionadamente comprometida del incipiente cineasta en el artificio de crear un cuento de horror de época, ubicado a mediados del siglo XVII, con escenas filmadas a luz natural y diálogos en inglés colonial incluidos.
Sin embargo, la devoción de Eggers de construir tempranamente en su carrera los cimientos de un cine de autor definido por atmósferas inquietantes, folclor de antaño y sustos centrados en la psique de su personajes y la imaginación de la audiencia, probó no ser para todos. La calificación del público, en comparación a la rotunda y casi unánime ovación de la crítica, fue menos afortunada para The Witch. Sitios referentes por excelencia de las opiniones de cinéfilos como IMDB, Rotten Tomatoes o Metacritic reflejaron, en sus números, una disparidad en la alta estima de la cinta. Mientras críticos renombrados como David Ehrlich la citaron como una de las películas de horror más perturbadoras en la memoria reciente, algunos cibernautas no cayeron en su encanto de terror a la cine de arte y la tildaron de aburrida, pretenciosa y decepcionante, criticando el lento hervor de su historia, los diálogos casi incomprensibles y la casi nula aparición de la prometida bruja.
Aún así, el relato de una familia puritana asediada por la presencia que habita en el bosque que los rodea, aunado a sus propios conflictos domésticos, en choque con sus rígidas creencias religiosas, logró multiplicar casi cinco veces su presupuesto en taquilla, convirtiéndose irremediablemente en un éxito monumental y rentable para el cine independiente.
Todo esto viene a cuenta frente al fenómeno similar que ha sido The Lighthouse (El Faro) desde su estreno en el Festival de Cannes el año pasado. En su segundo esfuerzo cinematográfico, Eggers lleva a nuevas latitudes su filia por los retratos de época y configura una estremecedora y desconcertante tragedia, a dos personajes, que se constriñe dentro de un aspecto visual casi cuadrado y un filtro a blanco y negro; elecciones estilísticas que enriquecen la identidad “de otra era” a la que tanto aspira su realizador.
Tras un intento fallido de su hermano, Max Eggers, de adaptar el cuento inconcluso de Edgar Allan Poe “The Light-House”, Robert trabajó en su propia visión de la historia, basado ligeramente en acontecimientos y narraciones marítimas reales del siglo XIX e influenciado por clásicos literarios como Herman Melville y la sobrenaturalidad de Lovecraft. Así, The Lighthouse se revela como un poema épico que rinde pleitesía a la magnanimidad del océano, sus criaturas y su indomabilidad. Y en el centro de la tormenta —literal y figurada—, dos personajes masculinos sucumben a los estragos del aislamiento, los meteoros que azotan su modesta y miserable cabaña y los conflictos morales no resueltos de su pasado.
Sin duda, la segunda obra de Eggers triunfa como una pieza de resistencia que conduce al espectador por una espiral de delirio, destrucción y desolación, difícil de procesar para cuando aparecen los créditos finales. Sin embargo, para quienes vayan incautos, esperando una trama sobrenatural o un cuento de folclor náutico, similar a lo que haría en La Bruja —con liebres y cabras diabólicas incluidas—, terminará por descubrir que la propuesta de Eggers esta vez va aún más allá en su crítica humana, centrando su exposición más en la fragilidad de la mente humana frente a la reclusión, la culpa y la monotonía que en un cuento de apariciones y misterios digno de contarse bajo las sábanas, a la luz de la linternas.
Y no es que El Faro no entregue visiones escalofriantes dignas de asaltarnos por la noche una vez que cerramos nuestros párpados. Lo hace. Pero mientras The Witch nos ofreció testimonios más claros de magia, pócimas, escobas voladoras y acuerdos con el Diablo, agentes vitales para los infortunios de sus protagonistas, The Lighthouse es más claro en su intención de mostrarnos, adrede o no, que los esperpentos de su mitología son más bien maquinaciones de una mente perturbada por la reclusión y el alcohol.
Willem Dafoe y Robert Pattinson son los pilares que sostienen enteramente la historia, siendo prácticamente los únicos personajes a cuadro, consolidando una dupla intensa y avasalladora de masculinidad, rudeza y vicios. Dos seres abyectos que sostienen enteramente un largometraje de dos horas. Ambos, como guardianes de un faro condenados a soportarse y lidiar el uno con el otro y sus molestos hábitos, atrapados en una isla que se siente más como un Purgatorio, entregan actuaciones monumentales que van de la tensa calma a la virulencia desmedida. La trama, enredada y confusa, pronto parece una interminable sucesión de viñetas monocromáticas, surrealistas, voyeristas; un resquicio por el cual nos asomamos para contemplar la decadencia de dos hombres maldecidos por la monotonía. “El aburrimiento convierte a los hombres en villanos”, sentencia Dafoe como Thomas Wake en uno de sus tendidos y pomposos monólogos que llenan la pantalla con enunciados que podrían escribir un libro entero. No hay nada más cierto. Y en cierto punto, parece que el tedio también amenaza con alcanzar al espectador.
En algún punto, Wake acorrala a su subversivo aprendiz, Ephraim Winslow, en la esquina de un cuarto, apenas iluminado por las velas, mientras decreta con vehemencia una especie de maldición, invocando la ira de Neptuno, “coronado de conchas”, que ha de cerner su rabia sobre el joven sedicioso:
“¡Pues que todo fragmento o parte de Winslow, hasta la más ínfima muestra de su alma, ya no será Winslow nunca más, sino el mar en sí mismo!”
El arrojo histriónico de Dafoe en este y todos sus soliloquios lanza una descarga eléctrica por nuestra espina, nos embruja con la siniestra poética de sus palabras. Y cuando apenas estamos digiriendo todo lo que Wake quiere recitarnos, Eggers nos arroja de inmediato a alguna alucinación sobrecogedora tras los ojos de Winslow, un joven leñador con un pasado que lo asedia y cuya condición sólo se agrava frente a su creciente obsesión por acceder a la linterna del faro, cuya entrada permanece bajo llave, custodiada celosamente por su anciano compañero. ¿Qué encierra el faro en su cima? ¿Qué guarda ahí Wake con tal recelo? ¿Qué hechizo cierne la luz sobre sus vigilantes? Quizás ninguno. Quizás Eggers sólo quiere hacernos creer que existe.
Al final, El Faro prueba ser un encomiable y bien logrado ejercicio técnico y narrativo, un ensayo crudo y visceral de la mente humana frente a la podredumbre y las circunstancias inhóspitas de trabajos sucios que nadie quiere hacer, pero que al final, alguien debe. Y en esa exploración sin limitantes ni reparos, Eggers triunfa, y sus intérpretes se coronan como verdaderos paladines de la actuación, seduciéndonos en una escena, provocándonos asco en otra, causándonos lástima en la siguiente. Pero, después de toda la turbación y la poesía y las alucinaciones y los bailes y el alcohol, ¿The Lighthouse logra ofrecernos aquel cuento fantasmagórico, espectral, hechizante que nos antojaron sus trailers y su campaña preventiva? Quizás no.