Hoy fuimos a comer a un restaurante en el que sirven comida de colores poco apetitosos, el restaurante está a dos manzanas de nuestra nueva casa. Lo que despertó mi apetito fueron las palabras de ellos dos y el verde que rodea la cabaña adaptada como un restaurante cuya cocina no probé. No tengo hambre, sólo puedo pensar en ellos. Ambos él. Cada uno está a mi costado. Uno tiene 25 años, el otro 70. Esta dieta no incluye los platos grises que acaba de dejar frente a mi el mesero.
Vino a comer con nosotros un grupo de ancianos, todos familiares, algunos lejanos, algunos a los que ni siquiera recuerdo. Actúo con absoluta diplomacia, con verdadero gusto por verlos, y la reunión transcurre en armonía. Aunque yo sólo pienso en mi hambre. En tanto copas de tinto chocan, platillos se desbordan y se derrumban como ciudades de cemento atacadas por guerras de cinco minutos cada una. El grupo de ancianos disfruta de la vida, de sus canas y sus ganas de vivir con fruición. Se habla también de temas muy satíricos como las orgías, los bailes en Ticino y las actrices que se desnudaban en el teatro a inicios del siglo XX.
Cocineros vestidos de blanco y delantales rojos se llevan los cadáveres mientras sonríen y le preguntan cariñosamente al grupo de ancianos qué les ha parecido la comida. Hablan de años pasados durante un breve y cordial momento. Los ancianos han venido a este sitio durante décadas. Yo no, yo me acabo de mudar y pocas veces visité esta casa familiar antes. La casa es nuestra, nos la han legado, y hoy, por cierto, estamos festejando ese acontecimiento.
Decidimos volver. Los ancianos caminaban alegremente por el bulevar y yo les sonreía de vez en vez, codo a codo con mis hombres, cuando de pronto vi en el suelo algo que resultó ser una gran cantidad de material quirúrgico, me pareció que algunas de estas herramientas podían ser de gran utilidad o quizá necesarias para aquel que las había perdido, les pedí a los ancianos que me ayudaran a recogerlo. Pero los ancianos me miraron con cara ceñuda, sin deseos de interrumpir su paseo para agacharse a recoger bisturíes y gasas del suelo. Sólo el joven intentó ayudarme. No pude conseguir la atención de los viejos; a estas alturas sus vidas están programadas para el placer: todos tienen tanta suerte que nunca tendrán que volver a agacharse para recoger ningún objeto del suelo, y menos si es punzo cortante. En cambio, una vez esquivado el gran obstáculo de material quirúrgico siguieron su camino con la misma alegría y templanza con que hacía unos minutos habían chocado sus copas de vino tinto. Los dejé seguir y me quedé analizando las piezas de aquel montón. Parecían completamente limpias, prístinas, pero ninguna estaba envuelta, todas carecían de empaque.
Ocurrió entonces el único hecho realmente surrealista de esta historia y es que las piezas empezaron a transformarse en joyas. Le grité a los ancianos para que dieran marcha atrás y observaran aquel portento, ¡ey!, ¡vengan a ver el oro y los diamantes! Los ancianos no otorgaron ninguna autoridad a mis palabras, siguieron adelante. Cuando llegué a casa, muy tarde, después de recoger todo aquello en una tarea titánica y febril, decidí repartir mi cargamento entre el grupo de ancianos, a quienes les tenía amor y gratitud por la herencia de aquella casa tan bonita. Pero cuando coloqué las joyas en las manos de los ancianos éstas se volvieron a transformar en material quirúrgico. No volví a ver a los ancianos en el día. Antes de desaparecer se burlaron mucho de mi y me dijeron que era una pepenadora.
Cuando entré al salón el joven me condujo por los distintos espacios de nuestra nueva casa, que incluían largos canteros. El joven me instó a recorrer y hacer mía la propiedad. El sitio me fue del todo familiar. Llegamos a uno de los cuartos más luminosos, curiosamente también uno de los más pequeños. A diferencia del resto de los dormitorios de la casa, la cama, los taburetes y las cortinas son de color blanco, en el resto de las habitaciones imperan los pesados muebles de madera barnizada, el cuero negro y las alfombras en tonos crema y gris. Hay objetos de medianas y grandes dimensiones cuyas formas lúgubres no despiertan mi interés. Estoy feliz por el amplio jardín y por la recámara blanca y luminosa y por el pequeño búngalo para visitas que se oculta al fondo de la huerta de ciruelos y por el hombre de 25 y por el hombre de 70.
Me quedé en la habitación iluminada con el joven y, aunque casi no puedo recordarlo, hicimos el amor. Hay algo que no olvido: vi al hombre de 70 mirarme fijamente desde afuera.
Me despedí e inmediatamente me dirigí al búngalo. Ese sitio necesita arreglo, luz, colores cálidos, la alegría de los ancianos parece habérselo chupado todo. Aquel breve resquicio ha sido también espacio para divertidas borracheras. De pronto tantas sorpresas le dieron una bofetada a mi insomnio y caí fulminada y boca abajo sobre la cama. Me despertó el ligero peso de mi anciano que se echó sobre mí, superó las barreras de mi falda y mi calzón e intentó meter su artrítico índice entre mis labios vaginales. Le abrí con la certeza de que encontraría humedad. Entonces no olvido uno sólo de los hechos, entre los cuales destacan el aliento en mi oreja y el enorme miembro levantado a base de vaso dilatadores de octava generación, no olvido que el hombre de 25 se asomó a la ventana del búngalo, y visiblemente compungido me miró a los ojos mientras yo era penetrada con fruición por el anciano.