El vecino me mató. A continuación podré contarles esta historia porque la muerte, aunque no lo crean, no me priva de mi capacidad para escribir. Estoy bien muerta y puedo decirles que hace tiempo mi marido y yo rentamos una casa en el campo, en un sitio solitario donde él podía practicar su deporte. Poco tiempo después llegó a la casa contigua un vecino a vivir. Era un hombre solo, maduro pero aún fuerte, se había mudado al campo porque quería practicar su deporte. Émpezó a hacerse nuestro amigo. Nos visitaba y con frecuencia nos invitaba a cenar y nosotros a él. En nuestras reuniones yo permanecía en silencio porque mi marido y él se dedicaban a hablar sobre un tema que desconocía: su deporte. Aunque era extranjero, tenía un buen español, sin embargo, cuando mi marido y él hablaban, era como si lo hicieran en una lengua extraña. Hoy que estoy muerta entiendo cuál era la mecánica de lo que él llamaba “su deporte”, conozco al pie de la letra sus objetivos e intenciones, comprendo que yo no podía comprender. Mis libros, con el tiempo, se han convertido en libros de culto, me parece que en ese punto mi asesinato -tan provisto de elementos morbosos- fue un atino en mi carrera literaria. Dicen que el suicidio genera un efecto similar. Morir joven es un acierto si te quieres convertir en un escritor de culto. Mi primer libro publicado, La cosa sucia, se comprendió tiempo después de mi muerte, y algunas decenas de entusiastas lectores le han dedicado sesudas noches de alcohol y drogas al análisis de mi obra. Para aquel vecino que me mató, yo era apenas una mujer de apellido judío.
El vecino me era simpático, a pesar de su desinterés en mis asuntos. Mi marido me tomaba de la mano y me sonreía; intercambiaba conmigo gestos de complicidad. Mentía, claro, porque él fue, poco a poco, a lo largo de pláticas nocturnas en un idioma extraño, asumiendo la hipocresía como su verdad. Su hipocresía había encontrado un escondite que no supe encontrar. Cuando platicaba con nuestro amigo, con frecuencia yo me levantaba, lavaba algo, limpiaba los ceniceros, les traía una cerveza más. Mientras su conversación transcurría yo tenía oportunidad de leer en sus rasgos cierta bondad, su sonrisa cortés y sus frecuentes contactos oculares. Me pareció que, aunque no entendía lo que decía, podía confiar en él. Alguien me había enseñado que confiar en nuestros amigos y seres amados es un principio rector de la vida. De veras, así de ingenuas fueron las enseñanzas de mis maestros, pero después de que me mató, ayudado por mi esposo, ya no creo lo mismo.
Mi obra era practicamente desconocida en aquel tiempo, apenas un pequeño círculo de críticos había manifestado una serie de disertaciones favorables en torno a mi trabajo como narradora y se había publicado uno de mis poemas en una antología de renombre. Pero yo no era en ese momento lo que se dice una escritora de culto, en ese entonces estaba viva. Mi obra era extensa, desde muy pequeña había escrito prosa poética y sabía que mi trabajo apenas estaba comenzando, tenía en mi archivo una buena cantidad de obras inéditas, y seguía teniendo largos periodos de febriles procesos creativos donde producía obras cada vez menos corregibles. Empezaba a publicar mis novelas y pocos amigos sabían que tenía en el cajón centenas de materiales publicables. Cuando morí todos mis libros se editaron en pequeños, lujosos y limitados tomos que sólo una élite muy conocedora guarda en sus libreros.
Fue interesante enterarme después de muerta de que aquel vecino fue entrevistado en un canal de televisión restringida, para que expresara cuáles habían sido los móviles de su asesinato. Le hicieron un largo reportaje que acompañaron con una serie muy completa de fotografías en las que se exhibía mi cuerpo mutilado, y al vecino recargado sobre una pared de la casa de campo todavía manchada de mi sangre. Cuando le preguntaron si me había matado por que mi trabajo como escritora lo había inspirado, -mis novelas, tan pobladas de episodios de asesinos y mutilaciones-, mi obra, tan identificada con mi muerte… tan parecida a ella; él se mostró más bien confundido, comentó que yo no era una escritora, sino una mujer de apellido judío.
Poco tiempo antes de morir conocí a un tipo admirable que dedicó un buen tiempo de su vida a la investigación del móvil del asesino de crueldad extrema. Me dijo algo que yo misma sabía entonces, acerca del carácter profético de la escritura, acerca de la literatura como vaticinio. Vine a enterarme después de muerta de que mi propia escritura era un vaticinio, y que, con el paso de los años, se convertiría además en el culto de ciertos adivinadores. Los brebajes de la bruja del Mimis -uno de mis personajes- empezaron a ser populares en los recetarios secretos y mis fanáticos invocan mi espíritu narrativo en misas negras. En cierta forma, escribir vaticinios es un don, decía aquel amigo. Creo que escribir mi propia muerte ha reforzado el carácter de culto que adquirió mi obra en los últimos tiempos. No sé si agradecerle un poco también al vecino y a mi buen esposo.