Por Helena Varela
La reforma educativa fue vista por muchos como la joya de la corona del sexenio de Peña Nieto. En primer lugar, porque representaba a un presidente -se decía- que tenía la capacidad de negociar con otras fuerzas políticas para lograr una nueva legislación en materia educativa que nos permitiría superar el rezago en el que nos encontrábamos; en segundo lugar, porque dicha reforma lograba lo que no se había conseguido nunca, al obligar a los maestros a procesos de evaluación que -también se decía- influirían en se carrera al determinar las necesidades de capacitación o incluso, la pérdida de una plaza.
De esta manera, la sociedad mexicana se congratulaba porque por fin –se decía- se lograba llamar al orden a esos revoltosos de maestros, que no les importaba nada la educación de nuestros hijos, que no tenían ningún interés en trabajar y que sólo se movilizaban por una agenda política que pretendía dañar nuestras honorables instituciones.
Y así nos fuimos con la finta de que, con la reforma educativa, todos nuestros problemas en la materia se solucionarían. Como si el hecho de evaluar a los maestros y maestras nos fuera a sacar del fondo de la tabla en todas las pruebas nacionales e internacionales que miden el nivel educativo del país; como si todo lo demás, el sistema en su conjunto, el método pedagógico, las formas de enseñanza-aprendizaje, y un largo etcétera, fueran resultado de las acciones individuales de ciertos maestros que no tenían –o tienen- la capacidad para enseñar; eliminando las manzanas podridas, el resto quedaría salvado.
Y sin embargo, a punto de cumplir cuatro años de este sexenio, la situación que nos encontramos dista mucho de ser la deseable: el nivel de conflictos entre el gobierno y la disidencia magisterial ha ido en aumento, entrando en una nueva etapa con la detención de los líderes de la CNTE Rubén Núñez y Francisco Villalobos, que ha provocado nuevos enfrentamientos, y anuncia una escalada en la tensión social. Y esto lo decimos cuando se celebran diez años del desalojo del plantón en Oaxaca, con el que se pretendió cortar de tajo las protestas y movilizaciones de la Asamblea Popular de los Pueblos de Oaxaca.
Diez años, y seguimos viendo las mismas actitudes desde el poder, en un pulso en donde el gobierno no se ha movido un ápice desde su postura inicial: en una actitud de intransigencia, su secretario de Educación declara no estar dispuesto a dar un paso atrás en el tema de la reforma educativa, y por tanto incrementa su campaña de descalificación e incluso criminalización de los líderes sociales que no están de acuerdo con dicha reforma.
El problema está en el propio punto de partida, en dos aspectos: ni la evaluación es la panacea (lo que tendríamos que hacer es preguntarnos qué es lo que falla en el sistema como para que nuestros maestros y maestras salgan mal evaluados); ni los disidentes son unos flojos, indolentes y haraganes que lo único que quieren es desestabilizar al país.
Mientras no cambiemos estos supuestos de partida, el clima de conflicto seguirá en aumento. Pero a veces me pregunto si al gobierno no le conviene mantener la existencia de estos opositores, como chivos expiatorios de los descalabros del gobierno; porque así puede justificar el fracaso de su reforma (no es la reforma lo que está mal, sino que son algunas personas que han impedido su implementación), además de justificar un Estado policiaco que –dicen- velará por nuestra seguridad y nuestra tranquilidad, eliminando las manzanas podridas.
Esta fue la editorial de Zigma en la política del 17 de junio. Escucha el programa completo aquí:
https://www.mixcloud.com/Zigma909/zigma-politica-15-junio-cnte-y-educación-en-méxico/