Kawabata Makoto regresa al Distrito Federal tras casi diez años de ausencia. Los pasajeros que lo esperaron casi un década, aguardan silenciosos a que el viaje comience. Al filo de las 20:30 horas la leyenda japonesa del noise psicodélico se presenta en el escenario del Teatro de la Ciudad. Se acomoda en el asiento del conductor por casi dos horas ininterrumpidas de viaje sensorial. Su uniforme es un pantalón negro con las rodillas raspadas. Es obvio que se ha hincado mucho tiempo frente a sus pedales efectos.
Sólo se levantará de su posición para arreglar una falla en la turbina: Su amplificador perdió el equilibrio a 45 grados y se recuesta sobre el suelo a escasos veinte minutos el despegue. El piloto deja la nave Esperanza Iris en piloto automático para levitar su Fender Twin Reverb a la inclinación que requiere. Él mismo debe supervisar cada detalle de su cátedra en aeronáutica. Es con esta faceta individualista de exploración, la más experimental de sus casi cuarenta años de carrera, que Otoño en Hiroshima lo trae a sobrevolar el Centro Histórico de la Ciudad de México.
El capitán Makoto tiene únicamente a un miembro en su tripulación. El encargado de seguir el ritmo con estímulos visuales transgresores. Esta noche es el cineasta y escritor Gabriel Santamarina, segundo al mando. Ataca el sentido de la vista del auditorio con motivos japoneses: montañas nevadas de finas cumbres que seguramente han inspirado más de un haikú. Sakura, la característica flor de cerezo nipona. Zoom in violento a monolitos enojados. Caracol frente al mar. Caracol que se arrastra lentamente como si fuera la Dietilamida de Ácido Lisérgico que toma posesión de una conciencia inocente. El Almirante Santamarina también sabe alterar los sentidos.
Kawabata coloca una especie de tapa de aluminio entre el brazo de la guitarra y las cuerdas. El resultado de golpear el círculo dorado metálico a diferentes alturas del brazo es algo parecido al soundtrack de Halo jugado en una iglesia vacía. Así de aterrador y emocionante. La plumilla aparece diez o veinte minutos después de la rueda dorada. Loop y delay son los pedales más reconocibles que el capitán pulsa durante el viaje.
El fundador de Acid Mothers Temple recibió la vibración de todos los cuerpos presentes en el Teatro. Toma su guitarra como violín. Un arco clásico sustituye a la lima de fierro con la que inició este trayecto en espiral. El zoom out eterno en la pantalla representa el final de este experimento de incertidumbre. Con el arpeggio que se vuelve cada vez más ortodoxo, el Capitán quiere regresar a la normalidad los sentidos para destruirlos de nuevo antes del aterrizaje. El sonido respira. El teatro inhala de nuevo lo etéreo. Habla primero de la mitocondria, luego de la célula, luego del hígado, luego del humano, luego de la Tierra. Luego del sol. Una gallina descabezada camina al mar. Un niño se desgarra la piel del pecho. El último hálito de vida del ave se consume. Kawabata Makoto se retira de los controles de la nave. Hace una reverencia y parte.