Una reflexión nocturna con Natascha Kann, AntiGravity y Von Temple en el cierre de Hertzflimmern

Las noches de Hertzflimmern llegaron a su fin, Natascha Kann, AntiGravity y Von Temple se presentaron en un pequeño bar del centro de la Ciudad de México la madrugada del pasado domingo 18 de junio para concluir la serie de eventos organizados por el Goethe-Institut Mexiko en el marco del año dual México-Alemania. Durante diez noches los habitantes de esta ciudad fueron parte de esta iniciativa cuyo objetivo era demostrar la importancia de la música electrónica en el desarrollo social y cultural de la urbe. La relación entre la música electrónica y la urbanización es simple, aunque no siempre se capta a primera vista, ambos están sujetos al constante cambio y a la reconstrucción de sus espacios que logran una extraña cohesión a pesar de sus contrastes. Barrios populares, fraccionamientos privados, complejos empresariales y hasta zonas verdes dan identidad a una ciudad de la misma forma que el IDM, techno, ambient, house y demás subgéneros se identifican bajo una misma etiqueta. Por ello, más que reseñar una sola noche, el último Hertzflimmern nos invita a reflexionar sobre la relación entre estos entes caracterizados por la diversificación y la vanguardia.

La Ciudad de México es un monstruo a todas horas del día, al amanecer es un engendro que nadie quiere enfrentar, el tráfico de millones de personas transportándose a la oficina o a la escuela la convierte en una fuente de sufrimiento estático; al mediodía el calor seco es el combustible que sigue alimentando la furia de este ser insaciable; el atardecer es quizá el peor momento para salir, el cansancio y la irritabilidad deben ser la mayor fuente de entretenimiento de esta criatura que burlonamente contempla el caos al que están condenados millones de personas cuya única aspiración restante es terminar el dia.

Es hasta la noche cuando el monstruo descansa, satisfecho con su dosis diaria de schadenfreude deja las calles libres, cuando el sol se oculta y las luces de los coches inundan el asfalto y transforman las avenidas y callejones en ríos acaudalados en los que los sobrevivientes del alba, dejan que la corriente los lleve hacia cuartos en los que pueden olvidar que viven atrapados en un terrible caos, cambiar el ruido urbano por la música, las luces de los semáforos por luces estroboscópicas y las bebidas hidratantes por el ansiado soma.

Como si fueran portales a otras dimensiones estos cuartos nos transportan a lugares que permanecen ocultos durante el dia, con tantas posibilidades ¿como saber a cual entrar?, cantinas, antros, bares, cada uno con un género musical característico, con un ambiente diferente, y mientras hay lugares abarrotados con gente que se desgarra la garganta cantando sus canciones favoritas, hay otros en los que la energía acumulada no sale por la boca, sino que se transpira al ritmo de cientos de revoluciones por minuto acompañados de láseres que apenas transgreden la catártica oscuridad.

Al interior de estos cuartos el estrés de la ciudad queda en el olvido, la potencia de los amplificadores hace vibrar cada fibra de los individuos inmersos en sus ondas, que generan un abandono temporal de la razón de los asistentes, que se contorsionan para asimilar este ritmo que exprime las últimas gotas de energía de sus cuerpos entregados a ritmos que solo parecen naturales para aquellos acostumbrados al desorden citadino.  ¿Qué sería de nosotros sin estos momentos? Las cortas horas de las madrugadas sirven para regenerarnos, mientras los beats se apagan y el sol se vuelve a poner, regresamos a las calles de la ciudad, seducidos para permanecer en ella a pesar de todos sus defectos, esperando la próxima noche para renacer y repetir la dosis que nos mantiene vivos.

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