Texto de Rodrigo Garay Ysita, Cineteca Nacional.
En un departamento caluroso de La Habana, dos amigos. La naturaleza de su relación habría que adivinarla en un principio, pues las muestras de afecto más superficiales son prácticamente inexistentes entre ellos. Parecen, eso sí, enfermero y paciente: el más alegre, Diego, está confinado a una cama muriéndose de sida; el protagonista, Miguel, tiene la nariz metida en libros para practicar su inglés, sueña con partir a Estados Unidos y cuenta los segundos para medicar al moribundo a la hora indicada.
Últimos días en La Habana es una película sobre las soledades compartidas de Diego y Miguel. Aunque es obvia la de este último, cuyo hermetismo absoluto parecería incompatible con los ánimos joviales de su único amigo, ambos han quedado marginados a su manera; Diego, privado por su enfermedad de los deleites carnales que ha disfrutado sin pudor durante toda su vida; Miguel, privado (hasta donde puede) de la vida en sociedad por decisión propia. Los dos ya sólo cuentan el uno con el otro.
Sin dejar de lado por completo los atrevimientos formales que dotaron de pulso a la urbe multifacética de Suite Habana (2003) o que matizaron el tormento amoroso de Madrigal (2007), el director Fernando Pérez, siempre enamorado de su ciudad, concentró la narración de su más reciente producción en la fluidez de los diálogos: las charlas a puerta cerrada de un hombre encantador que lucha contra la degradación de su cuerpo sin que su interlocutor se dé cuenta, los intercambios estridentes de los vecinos que se escurren en el cuarto atravesando las paredes, la verborrea de una sobrina sinvergüenza que cautiva a quien la escucha por su divertida franqueza y, principalmente, las conversaciones que se quedan cojas por tener que enfrentarse al silencio mineral de Miguel, indiferente ante todos, ganándose la antipatía del elenco con cada respuesta no dicha.
A través del ritmo de la palabra, desde luego, no sólo se construye una red de personajes que terminan por formar una familia, sino que se dibuja el perfil de una comunidad a mayor escala. El país de Diego, Miguel y sus amigos es un edificio ruidoso, viejo, directo y agitado, denso con la humedad del mar, el ardor del sexo y las ideologías punzantes que responden en su contra. Entre las interacciones cotidianas de una vecindad pacífica, está la evidencia de la nostalgia y del dolor por el pasado.
Los últimos días en La Habana del título son los de un hombre que quemó su vida por abrazar cada oportunidad de felicidad con todo el candor que le era posible, pero son también los de otro que, desprovisto de su única conexión emocional con la humanidad, se encamina al limbo eterno del exilio.
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