'Nuevo orden': el color de la disidencia
Una secuencia de imágenes perturbadoras bañadas en tinta verde abren la nueva entrega del director mexicano Michel Franco, Nuevo Orden, única película de habla hispana, dentro del concurso de la 77 edición del Festival de Cine de Venecia, y ganadora del Gran Premio del Jurado.
Nos encontramos en la Ciudad de México, dentro de la casa de una familia adinerada residente en el Pedregal. La burbuja privilegiada celebra un joven matrimonio. Las interacciones se establecen mediante besos, apretones de mano, e intercambios de sustanciosos cheques de los amigos empresarios para la pareja de enamorados. En el espacio predominan las risas y la hipocresía, nada fuera de control, sólo se hace presente un nimio percance: del grifo sale agua verde. El llamado al levantamiento. Después: el caos.
Una revuelta en la que la disidencia conformada por las clases bajas, somete a la élite blanca con una serie de extorsiones monetarias, secuestros en campos de concentración, y asesinatos a manos de las fuerzas militares. Toques de queda que determinan el cierre vial y el libre tránsito urbano. Ingredientes del nuevo orden que se anuncia en el título.
La confrontación entre clases socioeconómicas no son un tema nuevo en el cine. Y el ejemplo más reciente es la galardonada Parasite de Bon-Joo Ho, que desde su especificidad logra hablar un idioma universal. De forma muy distinta, Nuevo Orden también lo hace. Rodada hace un año y medio, ya se hacían presentes protestas como de los chalecos amarillos en Francia, y las manifestaciones en Chile y Colombia, sucesos que, como mencionó el director en la conferencia de prensa, tomó como inspiración para desarrollar la película. Pero lo que genera consternación es su pertinencia, su actualidad, si pensamos que fuera de esa sala de cine el mundo se tambalea, y bastaría un cerillo para que todo explote. Por esto mismo al llegar los créditos no sólo hubo aplausos, sino murmullos que cimentaron críticas de todo tipo.
La película de Franco suscitó movimiento y polémica. Aquella distopía en pantalla representaba una realidad no muy alejada a la de estos días.
Pero si miramos más a detalle, y la analizamos desde la óptica nacional, la distopía deja casi de ser distopía, y la sentimos aún más cercana.
Desde la marcada diferencia de clases entre los que se hacen llamar “patrones” y los súbditos que trabajan uniformados para su comodidad y satisfacción. Con ello, la inevitable metáfora colonialista que ha arrastrado un clasismo y racismo imperante en la sociedad mexicana desde tiempos remotos. La normalización de la violencia diaria, cuerpos que rápidamente se convierten en números. Y en la base, una sólida corrupción como parte del modus vivendi.
Ni victimización ni culpa. La película, con palabras del director, “no busca pasar un mensaje, el cine no tiene esa utilidad, sino es una advertencia para evitar llegar hasta tal punto”. Pero esto no exenta que sus imágenes sean crudas e inclementes; como espectadores no hay espacio para el respiro, o la pausa. Lo que vemos es lo que es: un golpe directo en la boca del estómago y en la consciencia individual.
Hoy se habla de una nueva normalidad, una llena de incertezas y ambigüedades. Las reglas han cambiado, y con ello el temor a lo que vendrá mañana, de lo que seremos testigos. La respuesta que se cita en la película no nos ofrece una solución, pero es clara y concisa: “Sólo los muertos han visto el final de la guerra”.