Nicaragua (primera parte)
La Nicaragua de estos días se nos presenta como una metáfora previsible de ese callejón de los sueños rotos al que llamamos Revolución, y de esa otra frágil aspiración latinoamericana a la que llamamos Democracia. Su medio centenar de muertos, la represión selectiva, la entronización rancia de un tirano —poco menos que un caudillo— que ha llevado al extremo aquel famoso verso de José Emilio Pacheco, sobre los antiguos camaradas que se reencuentran y que ya son todo aquello contra lo que lucharon a los 20 años, la resistencia libertaria de sus jóvenes o la resistencia confesional y devota que también toma la calle. Nicaragua resume las más variadas formas del dolor y del malestar de la historia.
“Hoy el amanecer dejó de ser una tentación”, decía una estrofa del Himno Sandinista, que se entonaba con esperanza fundacional en la década de los 80. Lo que en realidad ocurrió es que otro tipo de “tentación”, la del poder autoritario y omnímodo, sepultó en Nicaragua cualquier referencia a una nueva alborada para un país que no termina de construirse y ni siquiera de inventarse a sí mismo, a un año de que se cumplan 40 de la llegada de los sandinistas al poder, restando por supuesto los años en los que perdieron el poder.
Lo ocurrido en estas décadas en Nicaragua y su atribulado presente niegan de alguna manera la sentencia de Carlos Marx, al inicio del 18 Brumario de Luis Bonaparte. La historia que se repite dos veces, la primera como tragedia y la segunda como comedia, no cabe aquí.
En Nicaragua hablamos de una tragedia reciclada, una y otra vez, a lo largo de su historia; un pequeño país azotado por tiranos, camarillas rapaces, luchas fratricidas; voracidad variopinta de intereses extranjeros y un enquistado, casi irremediable, estado de subdesarrollo y precariedad institucional en todos los órdenes imaginables.
La tragedia y luego la tragedia. Y la comedia —si acaso la ha habido y los muertos no la niegan— es algo menos que eso: un sainete en tono de farsa, la opereta bufa de la retórica revolucionaria latinoamericana. La historia de Nicaragua o La crónica de un esperpento democrático.
Tres de sus libertadores-caudillos-tiranos resumen esta historia de prolongada y retorcida habitación en la casa presidencial: el general José Santos Zelaya se mantuvo 16 años en el poder, los Somoza —padre, hijo y nieto— gobernaron con mano durante 16, 7 y 10 años, respectivamente; una dinastía que concluye en 1979 con el triunfo sandinista y el exilio del último Somoza como un cuadro pintoresco del paisaje político latinoamericano. En su haber, Daniel Ortega suma 21 años de mandato, lo que lo convierte en el más longevo en esta historia de ruindades políticas.
“¿En qué momento se jodió el Perú?”, pregunta Zavalita en el arranque, memorable arranque, de Conversación en la Catedral de Mario Vargas Llosa. ¿Y en qué momento se jodió Nicaragua? No lo sabemos. Probablemente en algún punto en el que se entrecruzan siglos de colonialismo e intervenciones extranjeras, retraso económico y social de larga data, y un largo etcétera de enfermedades que corren por la sangre de su ethos nacional.
Cito a Vargas Llosa porque precisamente me parece que ni aun acudiendo al expediente de la novela latinoamericana y sus geografías de la tiranía podremos dar con la clave de esta deformación. Ni el Yo el Supremo de Roa Bastos; ni El Señor Presidente de Miguel Ángel Asturias; ni El Otoño del Patriarca de Gabriel García Márquez; o el Trujillo infame de La Fiesta del Chivo de Vargas Llosa, y ni siquiera el Mariscal Manuel Belaunzarán de Maten al León de Ibargüengoitia, nos ayudan a esbozar la caricatura de tirano en el que se convirtió Daniel Ortega. No hay novela que lo admita.
Sergio Ramírez, primer vicepresidente del gobierno sandinista, es el único que se ha permitido la tarea de leer esta derrota generacional en clave literaria. Su libro Adiós Muchachos (1999), es una lectura del desencanto desgarradora y contundente, con la fuerza y el peso moral que en su momento tuvo el Regreso de la URSS de André Guide. Si hay acaso un personaje con el que habría que comparar y medir al general Ortega es con Napoleón, el cerdo tirano de la Rebelión en la Granja de George Orwell, y no es descartable que sus días terminen en ese rincón sombrío donde fue a parar Nicolae Ceausescu, el tirano rumano.
Es probable que Ortega caiga pronto, pero que nadie vea en tal desenlace un nuevo amanecer, como se quiso imaginar el 19 de julio de 1979. El daño es mayor y la salida del laberinto se antoja improbable.
Entre mayo y julio de 1985, con 17 años de edad, estuve en Nicaragua. En la próxima entrega recordaré aquel intenso momento de mi juventud, ahora que Nicaragua vive el prolongado y doloroso epílogo de un desencanto generacional.
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*Columna publicada originalmente en el diario La Crónica